Qué curioso. Hasta ahora las vacaciones
representaban ese siempre corto espacio de tiempo en el que te brindas la
oportunidad de ausentarte de la rutina, o al menos de la mayor parte posible de
la misma. Ausentarte del trabajo, ausentarte de tu casa y hasta de tu gente. Alejarte
de la ciudad en la que vives para ir rumbo a un oasis conocido o a uno por conocer.
Alejarte para relajarte o para excitarte con algo nuevo y diferente, para
descubrir y disfrutar de aquello que de alguna forma te hace olvidar lo más
posible esa rutina.
Ausentarte para soñar, alejarte para
disfrutar. ¿No es extraño?
Sin entrar en el tan manoseado ya discurso de
lo equivocados que estamos si llevamos una vida de la que deseamos escapar y de
que nos pasamos el año entero malviviendo sólo para poder tener un par de semanas
de buen vivir y todo eso que ya sabemos y de lo que mejor no hablamos, no sea
que caigamos en la típica depresión postvacacional: ¿No es extraño?
Para mí lo es hoy.
Supongo que porque es la primera vez que mis
vacaciones han sido lo opuesto. Las vacaciones han consistido en volver a casa,
como en aquel anuncio de los turrones El almendro que a los de nuestra
generación se nos ha quedado enquistado en esa parte que nuestro cerebro dedica
a almacenar soniquetes, ya sabéis, los temas de la banda sonora de nuestra
vida.
Pues sí, cual Paloma San Basilio me sentía yo
pensando en volver a casa por vacaciones, aunque no fueran las de Navidad.
Volver para disfrutar, volver para recargarme,
volver para aclararme, para conectarme, para recuperarme, para soñar. Volver.
Y sin duda alguna han sido los pequeños de la
familia los que me han llenado la mochila de provisiones. Todos esos
sobrinillos revoloteando alrededor han creado como un campo de energía que mi
cuerpo y mi mente han absorbido con una sed insaciable.
Ha sido regenerador ver a la más pequeña con
ese carácter dulce y generoso, con su apetito aventurero y exquisito, su hambre
por comer y su hambre por saber. Qué ganas tiene de hablar, qué ganas tengo de
que hable. Es adorable.
¿La sorpresa? Ver como los mayores empiezan a
dejar de ser niños y tener la necesidad de estar en un nuevo registro con ellos
que te permita un acercamiento desde otro punto, porque el de antes ya no
sirve. Realmente retador.
Qué divertidos los medianos, con sus cachivaches,
sus historietas, su curiosidad, su energía sin límites. Todo un regalo.
Y finalmente Ana. Das por hecho que esta
pequeña, con poco más de dos años, su cromosoma de más, que hace muchos meses
que no te ve, no se va a acordar de ti. Entonces ella te ve y se olvida de lo
que está haciendo y te recibe con una de esas sonrisas suyas demoledoras que
hace que te tiemblen las rodillas y te tiende los brazos abriendo y cerrando esas
manitas blancas y redonditas como nubecillas. No sé ninguna palabra que
describa como te sientes. Pero sí sé lo que hacer con este regalo, y si sé que quizá
no siempre es necesario alejarse para recargar las pilas, a veces no hay
nada como filtrar y valorar entre lo cotidiano para encontrar una fuente de
energía que te colme y te nutra y disfrutar de las pequeñas maravillas de tu
entorno.
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